- La dignidad de la persona humana: La dimensión esencial es la relacionalidad, porque el ser humano es Imagen de Dios ya que el hombre se relaciona con él. Una sociedad justa depende del respeto de la dignidad. Y se debe garantizar una igualdad.
- El bien común: busca encontrar plenitud de sentido, permite el logro de la propia perfección, es indivisible porque solo juntos es posible alcanzarlo. Es responsabilidad de todos y cada uno. El gobierno en cada país tiene el deber de armonizar con justicia.
- Destino universal de los bienes: Todos deben gozar de los bienes para su propio desarrollo, se dice que es el “primer principio de todo el ordenamiento ético-social” y “Principio peculiar de la doctrina social cristiana”.
- La subsidiaridad: Expresa y defiende los derechos y autonomía de cada uno de los personajes en el ámbito de la sociedad. Es la solución contra el Estado centralizado. Su raíz es: la persona autónoma, la comunidad menos como autónoma. Es así que la comunidad superior debe apoyar a la persona y a la comunidad menor.
- La participación: Consecuencia de la subsidiaridad. Se debe cumplir con vistas al bien común, es necesario que la sociedad participe en la vida pública, políticamente se deben instaurar privilegios ocultos, implica considerar a los personajes como “sujetos”, implica correcta responsabilidad.
- La solidaridad: Tiene determinación firme y perseverante de buscar el bien común, constituye el fin y el motivo primario del valor de la organización social, confiere relieve: a la intrínseca sociabilidad de la persona humana, a la igualdad de todos en dignidad y derechos, al camino común de los pueblos hacia una unidad cada vez convencida.
jueves, 19 de mayo de 2016
PRINCIPIOS DE LA DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA
RESUMEN ENCICLICA " DEUS CARITAS" BENEDICTO XVI
Esta
encíclica titulada “Deus Caritas” nos pretende enseñar el
significa del amor en su total complejidad, comenzando con la frase “Dios es
amor, y quien permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en El”, la unión
del amor a Dios y el amor al prójimo reafirmada por Jesucristo, nos afirma que
el amor ya no es solo un “mandamiento” sino la respuesta al don del amor, es un
amor tan puro del cual nos colma Dios que debemos comunicarlo a los demás. Nos
detalla las dos partes en las que constara dicha Encíclica las cuales son: la
primera de carácter especulativo la cual precisa algunos puntos esenciales
sobre el amor que Dios de manera gratuita ofrece al hombre y la segunda, la
cual consta de una índole más concreta pues nos habla de cómo cumplir de manera
eclesial el mandamiento del amor.
Nos
explica sobre el mal uso actual de la palabra “amor”, también nos menciona el significado de las
palabras: “eros” y “agapé” transportándonos a la antigua Grecia, quienes
definen al eros como el amor entre hombre y mujer y como un arrebato, una “locura divina” como
culto de fertilidad donde las prostitutas son tratadas solo como instrumentos.
En otras palabras el eros degrada a puro “sexo”, gracias al “agapé” ahora el
amor es ocuparse y preocuparse por el otro, se convierte en renuncia. Nos habla
también sobre amor de Dios a su pueblo
de Israel, calificándolo casi como un noviazgo y la manera como lo acoge con el objeto de salvar precisamente
de este modo a toda la humanidad, este amor suyo puede ser calificado sin duda
como eros que, no obstante, es también totalmente agapé. La verdadera
originalidad del Nuevo Testamento no consiste en nuevas ideas, sino en la
figura misma de Cristo, que da carne y sangre a los conceptos: un realismo
inaudito. La finalidad de entregar a Cristo en la cruz es por salvarnos, lo
cual nos ayuda a definir que Dios es amor.
Jesús
se identifica con los pobres, los
hambrientos, los sedientos, los forasteros, los desnudos, enfermos o
encarcelados, mi prójimo es cualquiera que tenga necesidad de mí y que yo pueda
ayudar, La Iglesia tiene siempre el deber de interpretar cada vez esta relación
entre lejanía y proximidad, con vistas a la vida práctica de sus miembros. En
fin, se ha de recordar de modo particular la gran parábola del Juicio final
(cf. Mt 25, 31-46), en el cual el amor se convierte en el criterio para la
decisión definitiva sobre la valoración positiva o negativa de una vida humana.
Amor a Dios y amor al prójimo se funden entre sí: en el más humilde encontramos
a Jesús mismo y en Jesús encontramos a Dios. Una persona no puede afirmar amar
a Dios si en su corazón existe odio a su prójimo.
Dios
nos ama y nos hace ver y experimentar su amor, y de este “antes” de Dios puede
nacer también en nosotros el amor como respuesta, también aclara que el amor no
es solo un sentimiento, ya que los sentimientos van y vienen, dicho de otra manera
son una chispa inicial, el encuentro con
las manifestaciones visibles del amor de Dios puede suscitar en nosotros el
sentimiento de alegría, que nace de la experiencia de ser amados, de modo que
nuestro querer y la voluntad de Dios coinciden cada vez más: la voluntad de
Dios ya no es para mí algo extraño que los mandamientos me imponen desde fuera,
sino que es mi propia voluntad, habiendo experimentado que Dios está más dentro
de mí que lo más íntimo mío creciendo entonces el abandono en Dios y Dios es
nuestra alegría.
El
amor es « divino » porque proviene de Dios y a Dios nos une y, mediante este
proceso unificador, nos transforma en un Nosotros, que supera nuestras
divisiones y nos convierte en una sola cosa, hasta que al final Dios sea « todo
para todos ». Jesús « entregó el espíritu », el Espíritu es esa potencia interior que armoniza su
corazón con el corazón de Cristo y los mueve a amar a los hermanos como Él los
ha amado, cuando se ha puesto a lavar los pies de sus discípulos y, sobre todo,
cuando ha entregado su vida por todos.
Toda
la actividad de la Iglesia es una expresión de un amor que busca el bien
integral del ser humano: busca su evangelización mediante la Palabra y los
Sacramentos, llamándolo servicio de la caridad. El servicio social que los
Apóstoles desempeñaban era absolutamente concreto, pero sin duda también
espiritual al mismo tiempo. Con la formación de este grupo de los Siete, la «
diaconía » el servicio del amor al prójimo ejercido comunitariamente y de modo
orgánico quedaba ya instaurada en la estructura fundamental de la Iglesia
misma. La naturaleza íntima de la Iglesia se expresa en una triple tarea:
anuncio de la Palabra de Dios celebración de los Sacramentos y servicio de la
caridad. Son tareas que se implican mutuamente y no pueden separarse una de otra.
Para la Iglesia, la caridad pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable
de su propia esencia. La Iglesia es la familia de Dios en el mundo.
Es
cierto que una norma fundamental del Estado debe ser perseguir la justicia y
que el objetivo de un orden social justo es garantizar a cada uno, respetando
el principio de subsidiaridad, su parte de los bienes comunes. Eso es lo que ha
subrayado también la doctrina cristiana sobre el Estado y la doctrina social de
la Iglesia, Las obras de caridad (la limosna) serían en realidad un modo para
que los ricos eludan la instauración de la justicia y acallen su conciencia.
Se
debe admitir que los representantes de la Iglesia percibieron sólo lentamente
que el problema de la estructura justa de la sociedad se planteaba de un modo
nuevo. En la difícil situación en la que nos encontramos hoy, a causa también
de la globalización de la economía, la doctrina social de la Iglesia se ha
convertido en una indicación fundamental, que propone orientaciones válidas
mucho más allá de sus confines: estas orientaciones (ante el avance del
progreso) se han de afrontar en diálogo con todos los que se preocupan
seriamente por el hombre y su mundo. La Iglesia, como expresión social de la fe
cristiana, por su parte, tiene su independencia y vive su forma comunitaria
basada en la fe, que el Estado debe respetar.
La
justicia es el objeto y, por tanto, también la medida intrínseca de toda
política, la fe permite a la razón desempeñar del mejor modo su cometido y ver
más claramente lo que le es propio. En este punto se sitúa la doctrina social
católica: no pretende otorgar a la Iglesia un poder sobre el Estado. Lo que
hace falta no es un Estado que regule y domine todo, sino que generosamente
reconozca y apoye, de acuerdo con el principio de subsidiaridad, las
iniciativas que surgen de las diversas fuerzas sociales y que unen la
espontaneidad con la cercanía a los hombres necesitados de auxilio. En esto, la
tarea de la Iglesia es mediata, ya que le corresponde contribuir a la
purificación de la razón y reavivar las fuerzas morales, sin lo cual no se
instauran estructuras justas, ni éstas pueden ser operativas a largo plazo.
Debe animarse a la “caridad social”.
Los
medios de comunicación de masas han como empequeñecido hoy nuestro planeta,
acercando rápidamente a hombres y culturas muy diferentes. Si bien este « estar
juntos » suscita a veces incomprensiones y tensiones, el hecho de que ahora se
conozcan de manera mucho más inmediata las necesidades de los hombres es
también una llamada sobre todo a compartir situaciones y dificultades, y éste
es un aspecto provocativo y a la vez estimulante del proceso de globalización,
es así que ahora se puede contar con innumerables medios para prestar ayuda
humanitaria a los hermanos y hermanas necesitados, los organismos del Estado y
las asociaciones humanitarias favorecen iniciativas orientadas a este fin,
generalmente mediante subsidios o desgravaciones fiscales en un caso, o
poniendo a disposición considerables recursos. Precisamente en la
disponibilidad a « perderse a sí mismo » y par en favor del otro, se manifiesta
como cultura de la vida. En este sentido de caridad, la fuerza del cristianismo
se extiende mucho más allá de las fronteras de la fe cristiana.
Quien
ejerce la caridad en nombre de la Iglesia nunca tratará de imponer a los demás
la fe de la Iglesia. Es consciente de que el amor, en su pureza y gratuidad, es
el mejor testimonio del Dios en el que creemos y que nos impulsa a amar. El
cristiano sabe cuándo es tiempo de hablar de Dios y cuándo es oportuno callar
sobre Él, dejando que hable sólo el amor. Sabe que Dios es amor y que se hace
presente justo en los momentos en que no se hace más que amar. Por lo que se
refiere a los colaboradores que desempeñan en la práctica el servicio de la
caridad en la Iglesia, ya se ha dicho lo esencial: Han de ser, pues, personas
movidas ante todo por el amor de Cristo, personas cuyo corazón ha sido
conquistado por Cristo con su amor, despertando en ellos el amor al prójimo. Quien
ama a Cristo ama a la Iglesia y quiere que ésta sea cada vez más expresión e
instrumento del amor que proviene de Él. El colaborador de toda organización
caritativa católica quiere trabajar con la Iglesia y, por tanto, con el Obispo,
con el fin de que el amor de Dios se difunda en el mundo, la íntima
participación personal en las necesidades y sufrimientos del otro se convierte
así en un darme a mí mismo.
Fe,
esperanza y caridad están unidas. La esperanza se relaciona prácticamente con
la virtud de la paciencia, que no desfallece ni siquiera ante el fracaso
aparente, y con la humildad, que reconoce el misterio de Dios y se fía de Él
incluso en la oscuridad. La fe nos muestra a Dios que nos ha dado a su Hijo y
así suscita en nosotros la firme certeza de que realmente es verdad que Dios es
amor.
Contemplemos
finalmente a los Santos, a quienes han ejercido de modo ejemplar la caridad, ya
que son los verdaderos portadores de luz en la historia, porque son hombres y mujeres
de fe, esperanza y amor, sobresale María, que habla y piensa con la Palabra de
Dios; la Palabra de Dios se convierte en palabra suya, y su palabra nace de la
Palabra de Dios. Así se pone de manifiesto, además, que sus pensamientos están
en sintonía con el pensamiento de Dios, que su querer es un querer con Dios.
María, la Virgen, la Madre, nos enseña qué es el amor y dónde tiene su origen,
su fuerza siempre nueva. A ella confiamos la Iglesia, su misión al servicio del
amor. La vida de los Santos no comprende sólo su biografía terrena, sino también
su vida y actuación en Dios después de la muerte.
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