jueves, 19 de mayo de 2016

PRINCIPIOS DE LA DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA

  •    La dignidad de la persona humana: La dimensión esencial es la relacionalidad, porque el ser humano es  Imagen de Dios ya que el hombre se relaciona con él. Una sociedad justa depende del respeto de la dignidad. Y se debe garantizar una igualdad.
  •    El bien común: busca encontrar plenitud de sentido, permite el logro de la propia perfección, es indivisible porque solo juntos es posible alcanzarlo. Es responsabilidad de todos y cada uno. El gobierno en cada país tiene el deber de armonizar con justicia.
  •    Destino universal de los bienes: Todos deben gozar de los bienes para su propio desarrollo, se dice que es el “primer principio de todo el ordenamiento ético-social” y “Principio peculiar de la doctrina social cristiana”.
  •      La subsidiaridad: Expresa y defiende los derechos y autonomía de cada uno de los personajes en el ámbito de la sociedad. Es la solución contra el Estado centralizado. Su raíz es: la persona autónoma, la comunidad menos como autónoma. Es así que la comunidad superior debe apoyar a la persona y a la comunidad menor.
  •      La participación: Consecuencia de la subsidiaridad. Se debe cumplir con vistas al bien común, es necesario que la sociedad participe en la vida pública, políticamente se deben instaurar privilegios ocultos, implica considerar a los personajes como “sujetos”, implica correcta responsabilidad.
  •        La solidaridad: Tiene determinación firme y perseverante de  buscar el bien común, constituye el fin y el motivo primario del valor de la organización social, confiere relieve: a la intrínseca sociabilidad de la persona humana, a la igualdad de todos en dignidad y derechos, al camino común de los pueblos hacia una unidad cada vez convencida.

ENCICLICA "PACEM IN TERRIS" JUAN XXIII













RESUMEN ENCICLICA " DEUS CARITAS" BENEDICTO XVI

Esta encíclica titulada “Deus Caritas” nos pretende enseñar   el significa del amor en su total complejidad, comenzando con la frase “Dios es amor, y quien permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en El”, la unión del amor a Dios y el amor al prójimo reafirmada por Jesucristo, nos afirma que el amor ya no es solo un “mandamiento” sino la respuesta al don del amor, es un amor tan puro del cual nos colma Dios que debemos comunicarlo a los demás. Nos detalla las dos partes en las que constara dicha Encíclica las cuales son: la primera de carácter especulativo la cual precisa algunos puntos esenciales sobre el amor que Dios de manera gratuita ofrece al hombre y la segunda, la cual consta de una índole más concreta pues nos habla de cómo cumplir de manera eclesial el mandamiento del amor.
Nos explica sobre el mal uso actual de la palabra “amor”,  también nos menciona el significado de las palabras: “eros” y “agapé” transportándonos a la antigua Grecia, quienes definen al eros como el amor entre hombre y mujer  y como un arrebato, una “locura divina” como culto de fertilidad donde las prostitutas son tratadas solo como instrumentos. En otras palabras el eros degrada a puro “sexo”, gracias al “agapé” ahora el amor es ocuparse y preocuparse por el otro, se convierte en renuncia. Nos habla también sobre  amor de Dios a su pueblo de Israel, calificándolo casi como un noviazgo y la manera como  lo acoge con el objeto de salvar precisamente de este modo a toda la humanidad, este amor suyo puede ser calificado sin duda como eros que, no obstante, es también totalmente agapé. La verdadera originalidad del Nuevo Testamento no consiste en nuevas ideas, sino en la figura misma de Cristo, que da carne y sangre a los conceptos: un realismo inaudito. La finalidad de entregar a Cristo en la cruz es por salvarnos, lo cual nos ayuda a definir que Dios es amor.
Jesús se identifica con los pobres, los  hambrientos, los sedientos, los forasteros, los desnudos, enfermos o encarcelados, mi prójimo es cualquiera que tenga necesidad de mí y que yo pueda ayudar, La Iglesia tiene siempre el deber de interpretar cada vez esta relación entre lejanía y proximidad, con vistas a la vida práctica de sus miembros. En fin, se ha de recordar de modo particular la gran parábola del Juicio final (cf. Mt 25, 31-46), en el cual el amor se convierte en el criterio para la decisión definitiva sobre la valoración positiva o negativa de una vida humana. Amor a Dios y amor al prójimo se funden entre sí: en el más humilde encontramos a Jesús mismo y en Jesús encontramos a Dios. Una persona no puede afirmar amar a Dios si en su corazón existe odio a su prójimo.
Dios nos ama y nos hace ver y experimentar su amor, y de este “antes” de Dios puede nacer también en nosotros el amor como respuesta, también aclara que el amor no es solo un sentimiento, ya que los sentimientos van y vienen, dicho de otra manera son  una chispa inicial, el encuentro con las manifestaciones visibles del amor de Dios puede suscitar en nosotros el sentimiento de alegría, que nace de la experiencia de ser amados, de modo que nuestro querer y la voluntad de Dios coinciden cada vez más: la voluntad de Dios ya no es para mí algo extraño que los mandamientos me imponen desde fuera, sino que es mi propia voluntad, habiendo experimentado que Dios está más dentro de mí que lo más íntimo mío creciendo entonces el abandono en Dios y Dios es nuestra alegría.
El amor es « divino » porque proviene de Dios y a Dios nos une y, mediante este proceso unificador, nos transforma en un Nosotros, que supera nuestras divisiones y nos convierte en una sola cosa, hasta que al final Dios sea « todo para todos ». Jesús « entregó el espíritu », el Espíritu es esa potencia interior que armoniza su corazón con el corazón de Cristo y los mueve a amar a los hermanos como Él los ha amado, cuando se ha puesto a lavar los pies de sus discípulos y, sobre todo, cuando ha entregado su vida por todos.
Toda la actividad de la Iglesia es una expresión de un amor que busca el bien integral del ser humano: busca su evangelización mediante la Palabra y los Sacramentos, llamándolo servicio de la caridad. El servicio social que los Apóstoles desempeñaban era absolutamente concreto, pero sin duda también espiritual al mismo tiempo. Con la formación de este grupo de los Siete, la « diaconía » el servicio del amor al prójimo ejercido comunitariamente y de modo orgánico quedaba ya instaurada en la estructura fundamental de la Iglesia misma. La naturaleza íntima de la Iglesia se expresa en una triple tarea: anuncio de la Palabra de Dios celebración de los Sacramentos y servicio de la caridad. Son tareas que se implican mutuamente y no pueden separarse una de otra. Para la Iglesia, la caridad pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia esencia. La Iglesia es la familia de Dios en el mundo.
Es cierto que una norma fundamental del Estado debe ser perseguir la justicia y que el objetivo de un orden social justo es garantizar a cada uno, respetando el principio de subsidiaridad, su parte de los bienes comunes. Eso es lo que ha subrayado también la doctrina cristiana sobre el Estado y la doctrina social de la Iglesia, Las obras de caridad (la limosna) serían en realidad un modo para que los ricos eludan la instauración de la justicia y acallen su conciencia.
Se debe admitir que los representantes de la Iglesia percibieron sólo lentamente que el problema de la estructura justa de la sociedad se planteaba de un modo nuevo. En la difícil situación en la que nos encontramos hoy, a causa también de la globalización de la economía, la doctrina social de la Iglesia se ha convertido en una indicación fundamental, que propone orientaciones válidas mucho más allá de sus confines: estas orientaciones (ante el avance del progreso) se han de afrontar en diálogo con todos los que se preocupan seriamente por el hombre y su mundo. La Iglesia, como expresión social de la fe cristiana, por su parte, tiene su independencia y vive su forma comunitaria basada en la fe, que el Estado debe respetar.
La justicia es el objeto y, por tanto, también la medida intrínseca de toda política, la fe permite a la razón desempeñar del mejor modo su cometido y ver más claramente lo que le es propio. En este punto se sitúa la doctrina social católica: no pretende otorgar a la Iglesia un poder sobre el Estado. Lo que hace falta no es un Estado que regule y domine todo, sino que generosamente reconozca y apoye, de acuerdo con el principio de subsidiaridad, las iniciativas que surgen de las diversas fuerzas sociales y que unen la espontaneidad con la cercanía a los hombres necesitados de auxilio. En esto, la tarea de la Iglesia es mediata, ya que le corresponde contribuir a la purificación de la razón y reavivar las fuerzas morales, sin lo cual no se instauran estructuras justas, ni éstas pueden ser operativas a largo plazo. Debe animarse a la “caridad social”.
Los medios de comunicación de masas han como empequeñecido hoy nuestro planeta, acercando rápidamente a hombres y culturas muy diferentes. Si bien este « estar juntos » suscita a veces incomprensiones y tensiones, el hecho de que ahora se conozcan de manera mucho más inmediata las necesidades de los hombres es también una llamada sobre todo a compartir situaciones y dificultades, y éste es un aspecto provocativo y a la vez estimulante del proceso de globalización, es así que ahora se puede contar con innumerables medios para prestar ayuda humanitaria a los hermanos y hermanas necesitados, los organismos del Estado y las asociaciones humanitarias favorecen iniciativas orientadas a este fin, generalmente mediante subsidios o desgravaciones fiscales en un caso, o poniendo a disposición considerables recursos. Precisamente en la disponibilidad a « perderse a sí mismo » y par en favor del otro, se manifiesta como cultura de la vida. En este sentido de caridad, la fuerza del cristianismo se extiende mucho más allá de las fronteras de la fe cristiana.
Quien ejerce la caridad en nombre de la Iglesia nunca tratará de imponer a los demás la fe de la Iglesia. Es consciente de que el amor, en su pureza y gratuidad, es el mejor testimonio del Dios en el que creemos y que nos impulsa a amar. El cristiano sabe cuándo es tiempo de hablar de Dios y cuándo es oportuno callar sobre Él, dejando que hable sólo el amor. Sabe que Dios es amor y que se hace presente justo en los momentos en que no se hace más que amar. Por lo que se refiere a los colaboradores que desempeñan en la práctica el servicio de la caridad en la Iglesia, ya se ha dicho lo esencial: Han de ser, pues, personas movidas ante todo por el amor de Cristo, personas cuyo corazón ha sido conquistado por Cristo con su amor, despertando en ellos el amor al prójimo. Quien ama a Cristo ama a la Iglesia y quiere que ésta sea cada vez más expresión e instrumento del amor que proviene de Él. El colaborador de toda organización caritativa católica quiere trabajar con la Iglesia y, por tanto, con el Obispo, con el fin de que el amor de Dios se difunda en el mundo, la íntima participación personal en las necesidades y sufrimientos del otro se convierte así en un darme a mí mismo.
Fe, esperanza y caridad están unidas. La esperanza se relaciona prácticamente con la virtud de la paciencia, que no desfallece ni siquiera ante el fracaso aparente, y con la humildad, que reconoce el misterio de Dios y se fía de Él incluso en la oscuridad. La fe nos muestra a Dios que nos ha dado a su Hijo y así suscita en nosotros la firme certeza de que realmente es verdad que Dios es amor.

Contemplemos finalmente a los Santos, a quienes han ejercido de modo ejemplar la caridad, ya que son los verdaderos portadores de luz en la historia, porque son hombres y mujeres de fe, esperanza y amor, sobresale María, que habla y piensa con la Palabra de Dios; la Palabra de Dios se convierte en palabra suya, y su palabra nace de la Palabra de Dios. Así se pone de manifiesto, además, que sus pensamientos están en sintonía con el pensamiento de Dios, que su querer es un querer con Dios. María, la Virgen, la Madre, nos enseña qué es el amor y dónde tiene su origen, su fuerza siempre nueva. A ella confiamos la Iglesia, su misión al servicio del amor. La vida de los Santos no comprende sólo su biografía terrena, sino también su vida y actuación en Dios después de la muerte.